domingo, 27 de septiembre de 2009

ARGENTINALGIA de Juan Pablo Angelone


En esta oportunidad nos vuelve a visitar por este RINCÓN Juan Pablo Angelone. Un amigo de la casa, y un placer volver a leer sus cuentos reunidos en el libro ARGENTINALGIA (Cuentos para un país que nos duele). Ha definido el título del libro “no como un juego de palabras entre Argentina y nostalgia ni alude al dolor por la pérdida de un presunto país-paraíso ideal”. Sino el “dolor de hombres y mujeres de carne y hueso, el dolor de los mal llamados perdedores –mal llamados, sí, porque las condiciones de existencia de los seres humanos no pueden estar sujetas a inciertos desenlaces, como si se tratara de las competencias deportivas que el término evoca-. Es el dolor de la clase media empobrecida. Es el dolor de los pobres que se volvieron más pobres. Es el dolor de los militantes populares que fueron traicionados o –destino mucho peor aun- ninguneados. Es un dolor que empieza –o asume nuevas formas- con la infame década menemista, si bien las bases para su implantación ya eran realidad desde los años de la dictadura desaparecedora. Es el dolor humano que estalló en diciembre del 2001 y sigue estallando en el día a día de quienes no nos resignamos. Es un dolor padecido por humanos, pero creado por otros humanos. A pesar que los textos se circunscriben en un determinado territorio, los hechos lamentablemente pueden haber ocurrido en cualquier latitud del planeta. No creo que haga falta agregar nada más sobre los textos y el compromiso, como siempre, de Juan con la realidad que transita. Vuelvo a insistir en detenerse en estos dos textos, que hay que saborearlos aunque dejen un gusto amargo de historia.


ELLOS SIEMPRE ESTÁN...

-El tesito tráemelo con edulcorante, querida, que a mí me sobra dulzura...
De esa manera, entre resignada y burlona, el viejo daba a entender los límites que la diabetes ponía a sus gustos a la hora de la merienda. Solía jugar a ser galante con ella, alabando sus “ojos color del cielo” o su sonrisa de “dientes de perla”. A Yanina no le molestaban los arrebatos del viejo, que podía a llegar a ponerse empalagoso pero nunca obsceno. Después de todo, era mucho más fácil soportar a un anciano bien vestido que sabía tratarla con respeto y no a otros hombres, tal vez más jóvenes –más atractivos, incluso- pero mucho menos educados.
-Ahí está llegando tu novio, Yani –le decía Tudino, con sorna, cada vez que el viejo entraba en la confitería. Ella prefería sonreír discretamente ante el comentario. La broma de su jefe la incomodaba un poco, pero apenas llevaba un par de meses trabajando allí...
-Vos me haces acordar a una artista de cine, a una norteamericana.
-¿A quién? –replicaba ella, sonriendo- ¿A Katherine Zeta Jones?
-No, no. A una de antes –contestaba el viejo- Pero vos no debes conocerla. Se llamaba... Hedy Lamarr... Aunque me parece que no era norteamericana... Creo que era alemana, pero que se había ido a vivir a Norteamérica... Grandes personajes los alemanes...
La mirada de Yanina lo decía todo.
-Sí, seguro que no la conoces. La próxima vez que venga te voy a traer una foto de ella, para que la conozcas. Está autografiada, ¿sabes? Mi señora juntaba fotos de artistas cuando era jovencita. Ella les escribía a Norteamérica y los tipos le contestaban. Tenía fotos de Gary Cooper, de Susan Hayward... de Jimmy Stewart...
Yanina seguía con la misma expresión de extrañeza en sus ojos. El viejo la observó y sonrió, casi compadeciéndola.
-Sí, claro... Para vos es como si te hablara de la prehistoria, ¿no?... Mi mujer falleció hace cuatro años... La extraño mucho. Debe ser por eso que todavía sigo guardando todas sus cosas... A mí también me gusta mucho el cine... Con el cine uno se escapa un poco de la realidad, cuando la realidad se pone mala, ¿no?. Después de todo, es mejor ver películas que drogarse... Me gusta mucho el cine... Pero no sólo mirar películas; también leo mucho sobre los actores, los directores... Claro, los hombres somos menos románticos. A mí siempre me gustaron más las películas de acción; sobre todo las de guerra... Casualmente, estaba leyendo en el diario que se murió George Scott. Él hizo la vida del...
-¡Dos cortados, flaca!
Demasiada impertinencia la de esos dos muchachos. ¿No podrían haber llamado a la otra moza?... Después de todo, Milena estaba detrás del mostrador, aburrida, sin hacer nada... Pero esa mesa le correspondía a ella, y Tudino la estaba mirando.
-Mira, esta es Hedy Lamarr. ¿No es cierto que se parece a vos?
Había, en efecto, un cierto aire de familia entre ambas. Aun así, la foto en blanco y negro no decía mucho más que ese lacónico “Best Wishes. Hedy Lamarr”.
-Vos podrías ser artista, nena. Sos muy linda –le decía el viejo, con su acostumbrada galantería- Ya sé que con la belleza física no alcanza, pero por ahí se empieza... Qué cosa el juego de los actores, ¿no?... Eso de hacernos creer lo que no son... Qué cosa...
-¡La reputísima madre que lo parió!
La voz de la mujer sonaba áspera, agresiva. Los dos muchachos, esos que ni sabían decir “buenos días” intentaron tranquilizarla, con la poco realizable intención de no llamar la atención. Desde atrás del mostrador, Milena la miró mal, también Yanina. Después le llevó el habitual tesito al viejo.
-Esa mujer no podía ser más desubicada, ¿no? –le dijo el viejo, hablando muy despacio.
-Y sí –respondió Yanina- Además es bastante amarga. Siempre está mirando con cara de querer morder a alguien.
Sonriendo, el viejo le echó edulcorante a su té.
-Mira piba, yo no soy un puritano ni mucho menos. Si me lastimo un dedo con un martillo no voy a decir “Ay, caramba”... Pero me parece que uno no se puede comportar como un energúmeno en un lugar público... Eso es culpa de la televisión... Pensar que hasta hace unos quince o veinte años en la televisión no se decían guasadas... Era otro país, querida... Otro país... Bueno, en el cine también se ve y se escucha cada cosa... Debe ser por eso que a mí me gustan más las películas de antes...
Tudino la llamó al mostrador en ese mismo instante. Contrariada, Yanina obedeció la orden.
-No tenés que hablar tanto con los clientes –la reprendía en voz baja- Tenés que ser amable, y punto.
Cuando se trataba de ese simpático señor, Yanina no se conformaba con “ser amable y punto”. Una dulce y limpia corriente de afecto parecía estar tomando forma entre ellos, y la chica sentía que, simplemente, no tenía que pedir disculpas por eso. Tal vez el hecho de haberse criado sin abuelos la llevaba a no disimular su afecto por ese viejito piropeador y cinéfilo.
La mujer que había insultado en voz alta llamó a Milena para pagarle. Luego se levantó, la primera, antes de los muchachos. Antes de salir del local, uno de ellos, el de aspecto más desprolijo, miró de mala gana al viejo, quien no pareció percatarse. Yanina no pudo evitar mirar al joven con cierto fastidio, incluso con desconfianza.
La confitería respiraba optimismo por sus cuatro costados. El dueño no era radical ni del FREPASO; mucho menos Milena y Yanina. Pero los tres habían votado por De la Rúa, con la esperanza de que las cosas cambiaran un poco; o al menos, para castigar al menemismo. Tudino no estaba en el local. El viejo entró saludando discretamente, conservando siempre sus buenos modales.
-¿Y? ¿Cómo le fue en las elecciones? –preguntó Yanina, mientras le servía el té.
Sin perder la compostura, el anciano respondió secamente.
-Mira muchacha, lo importante es que le vaya bien al país.
Ella no se dio por vencida. Jamás lo había visto tan malhumorado, pero confiaba en que su tan agradable cliente terminaría explayándose con más confianza.
-Pero, ¿a quién votó?
-No, mi querida. Yo ya pasé los setenta años y, por ley, no tengo obligación de ir a votar... ¿No me traerías un vasito de agua?...
Algunos días después, el cliente favorito volvía a mostrarse tan afable como siempre. Pero ahora era ella la que se veía triste, angustiada, y el viejo lo había notado.
-¿Qué pasa hoy con esos ojos color del cielo, que están sin estrellas?
Ella sonrió forzadamente.
-No, bueno... Al lado de mi casa vivía una viejita que se había quedado viuda. Venía casi todas las tardes a ver a mi mamá, o a veces mi mamá iba a la casa de ella... Se hacían compañía, ¿vio? Mi papá está todo el día afuera, y cuando vuelve a casa... Bueno...
No podía contar todo lo que sentía sobre su padre. La confianza con el gentil anciano era mucha, pero no llegaba a tanto.
-¿Qué sé yo?... Tomaban mate... Miraban televisión... Se habían hecho muy compinches, ¿vio?... Hace unos tres o cuatro días, las dos estaban en casa de la viejita y ella se sintió mal, algo del corazón... Mi mamá llamó a la emergencia, pero llegaron tarde... La viejita se le murió casi entre los brazos...
Se le escaparon algunas lágrimas. Tudino la estaba mirando, desaprobándola, desde el mostrador. Los ojos del viejo se tornaron brillosos, al menos durante algunos segundos.
-Te entiendo, querida. ¿Cómo no te voy a entender?... Claro, yo estoy más curtido...
-Sí, claro –interrumpió ella- Por lo de su señora...
-No solamente por mi señora... Yo soy médico... Bueno, ya no ejerzo... Pero bueno, soy médico... Te imaginarás que estoy muy acostumbrado a la muerte...
-Claro... Debe ser muy feo perder a un paciente, ¿no?
Ahora parecía ser ella la que compadecía a su interlocutor. El viejo suspiró.
-Sí... Pacientes...
Quedó callado. Yanina comprendió que por ese día la conversación había sido suficiente.
Allí estaban otra vez esos dos muchachos desalineados y, junto a ellos, esa mujer brusca y malhablada. Le pidieron tres cortados.
-Flaca, ¿vos sos amiga del viejo ese que se sienta al lado de la ventana que da por calle Montevideo? –le preguntó uno de los muchachos.
¿A qué venía tanta curiosidad? ¿Estarían vigilando al viejito porque querrían asaltarlo? Definitivamente, a Yanina no le gustaba esa gente.
-No, amiga no... Pero como viene seguido... Bueno, a veces hablamos...
La mujer la miraba, sin hablar, como si estuviera reprochándole algo. El muchacho que hablaba con ella prefirió mostrar modales más correctos.
-¿Vos sabes cómo se llama?
Dijo que no. No les mentía. Después aprovechó que otra de sus mesas estaba ocupándose para dar por terminada la conversación.
-¿Puede ser un exprimido? –le preguntó la recién llegada clienta, una cuarentona con aspecto de profesional.
-Sí, claro.
-Ah, discúlpame... ¿Tenés el diario?
Lo tenía, pero debía ir a buscarlo a la cocina. Cuando volvió a la sección de las mesas vio a Tudino conversando con los dos muchachos y la mujer malhablada... Más precisamente, estaba escuchando un sermón que esta mujer le estaba dando.
Los tres clientes se fueron después de hablar con el patrón, quien pese a escucharlos con atención, se veía deseoso de sacárselos de encima. Un rato más tarde, el patrón y las dos empleadas se habían quedado solos.
-¿Y esos tres que querían, Franco?
Por algún motivo, Milena se permitía esa confianza de llamar al jefe, por su nombre.
-Ufff, ganas de joder nomás... Quieren que declaremos persona no grata a un cliente, y que no lo dejemos entrar en la confitería.
-¿Y quién es el cliente? ¿Alguien que viene seguido?
-Sí, bastante seguido... Es el viejo ese tan educado que siempre se la parla a Yanina –respondió, mientras la señalaba descuidadamente.
Yanina lo miró, extrañada.
-Pero, ¿por qué?...
-Nada... Parece que en la época de los milicos el viejo fue torturador... Y de esos que también se robaban pibes...
¿Sería posible? ¿Ese viejito tan amable?... No, no podía ser... Seguramente esa mujer, desubicada como siempre, se había confundido... ¡Si el viejito ni siquiera era militar! ¡¿Acaso no era médico?!... (estoy muy acostumbrado a la muerte) ¡Torturador, por favor! ¡Un señor que guardaba fotos de artistas de Hollywood en memoria de su mujer no podía ser ese monstruo! (Era otro país, querida... Otro país...)
O tal vez sí lo fuera...
-¿Qué le pasa a la princesa que hoy está tan triste?
-No... no me siento bien...
Mentía para disimular su desagrado. El viejo, ignorando lo que ella sabía, siguió intentando halagarla con sus cursilerías. Pero Yanina no cambiaba su actitud. Resignado, el viejo se levantó y tomó el diario que había en otra mesa, vacía.
-Bueno, parece que hoy no es el día –se le oyó decir, por lo bajo.
Abrió el periódico en la sección “Policiales”, no sin antes calzarse sus anteojos. La diabetes le había provocado una gran disminución de la vista en los últimos años.
Tudino había notado que Yanina se sentía a disgusto. Estando ella en el mostrador, se le acercó y le habló, también él, en voz muy baja, y con un tono irónico.
-¿Qué te pasa, ché? ¿Tenés miedo de que tu galán te secuestre?
¿Cómo podía atreverse a hacer una broma tan macabra? Él, que ni siquiera había tenido el valor de enfrentar al viejo, sabiendo quién era.
-¿Y usted? –se atrevió ella a enfrentarlo, si bien cuidándose de no alzar la voz- ¿No piensa declararlo persona no grata a ese hijo de puta?
-¡No me jodas, nena! –le advirtió su patrón, hablando también en voz baja- ¡Lo único que me falta a mí es ponerme a elegir clientes, como si me sobraran!... Después de todo, yo no tengo la culpa de que ese tipo ande suelto.
Desde su mesa, el viejo escuchó los murmullos, aunque sin comprenderlos.
-¿Algún problema, piba? –le preguntó a Yanina, mientras ella le servía el té.
-No, nada –respondió ella, secamente.
-Toma, cóbrate –dijo el viejo, pagándole el té sin haber empezado a beberlo siquiera.
Se llamaba Santiago Robles, alias “Doctor Sosa”. El resto del afiche contaba parte de sus terribles antecedentes y anunciaba el escrache para dentro de unos días.
-¡Ufa, otro escrache!... –se quejó Tudino- ¡Seguro que otra vez van a cortar el tránsito!
Robles vivía a tres cuadras del bar. Durante esos días no se dejó ver por allí. Sin embargo, había dejado de ser para siempre ese galante viejito, fanático del cine… Ese cliente anónimo...
-A lo mejor el viejo se cambió de barrio –conjeturó Milena, hablando sobre un tema del cual conocía muy poco.
-Mira quien viene, Yani.
Milena le señaló al viejo, hablando en un tono más bien neutro. Después de todo, para ella daba lo mismo que Robles volviera o no volviera a aparecer. Algo parecido a lo que sentía Tudino. Pero para Yanina no era así. No sabía mucho de política, ni de derechos humanos, pero sabía que los militares habían hecho cosas terribles. Les temía, más que a su padre, que era policía.
-¿Cómo le va a la princesa de la cuadra? –saludó el viejo, con toda naturalidad.
Ella respondió el saludo, fingiendo simpatía, insultándolo por lo bajo.
-¡No sabe como lo extrañamos! –le dijo al viejo, sin que él alcanzara a comprender el sarcasmo de Yanina- ¿Anduvo de viaje?
-Estuve en Roldán, en la casita de un amigo... Aparte del cine me gusta mucho el campo. Y bueno, ese lugar es lo más parecido al campo...
-¿Usted sabe que estamos en la semana de la dulzura? –interrumpió ella, mintiendo a sabiendas.
-Querida, para los diabéticos como yo todas las semanas son de la dulzura –bromeó el viejo.
-Pero en esta semana se usa hacer un canje... Una golosina por un beso... Si usted me da un beso yo le doy un bomboncito.
-La verdad que es algo muy tentador, con esos labios de ensueño que tenés –dijo el viejo, con una expresión que, por primera vez, a ella le pareció más lasciva que caballeresca- Pero yo me tengo que cuidar de los dulces, ya sabes.
-Bueno –insistió ella- pero por un bomboncito de dulce de leche, ¿qué le puede pasar?
-Y bueno, bah –dijo el viejo, entre convencido y resignado- En todo caso, después me aumento un poco la dosis de insulina. ¿A ver ese bomboncito?
Por un momento Yanina sintió que al hablar del “bomboncito”, el muy baboso estaba refiriéndose a ella. Conteniendo su asco, dejó que Robles mancillara su mejilla izquierda con el toque de esos labios húmedos y pegajosos. El rostro del anciano torturador reflejaba un placer, tal vez no experimentado por él en mucho tiempo.
-Acá tiene su bomboncito, a cambio de un beso.
-Si no fuera por este maldito páncreas –se quejó el viejo, con su cada vez menos creíble simpatía- ¡Bien que me hubiera gustado comerme dos bomboncitos!... Pero a mi edad...
Luego le guiñó el ojo a Yanina, buscando una complicidad que no encontró.
-Bueno, m´ija –dijo, retomando su trato más correcto, de otras veces- Volvamos a la normalidad, nomás. Tráeme mi tesito con edulcorante.
Nadie, ni Tudino ni Milena, la vieron cuando vaciaba el contenido de tres sobrecitos de azúcar en la taza.
-Acá tiene su tesito –le dijo, casi descuidadamente, sin atreverse a escupirle todo su odio en la cara.
El viejo vació los dos sobrecitos de edulcorante en el té y dio el primer sorbo. Ella se quedó mirándolo, ansiosa, rogando que el viejo no notara la diferencia en el sabor de la infusión. Robles hizo un gesto de desagrado, pero siguió bebiendo en silencio, sin quejarse.
Yanina volvió al mostrador, con la convicción de haber ejecutado su plan maestro con total éxito. El bombón parecía haber logrado disimular el sabor del azúcar prohibida que contenía ese té. Quién lo sabe. Tal vez esa misma noche el viejo cretino tuviese un shock hiperglucémico. Su tío Guido, que era diabético y no se cuidaba en lo más mínimo, había muerto de ese modo. Tal vez, quién sabe, si aún existía algo de justicia, el viejo cinéfilo y empalagoso no volvería a pisar el bar de Tudino, ni a alabar sus “ojos color del cielo”, ni a hablarle de Hedy Lamarr, ni de su acostumbramiento a la muerte... Aunque, por supuesto, el engaño podía fallar.
-El tesito tráemelo con edulcorante, querida, que a mí me sobra dulzura. En estos días me subió bastante la glicemia y tengo que cuidarme más que nunca.
Yanina le sonríe, forzadamente, apenas disimulando su frustración. Bien dicen que yerba mala nunca muere...
-¿Sabes una cosa, querida? Vos me haces acordar mucho a una artista de cine... Una de las de antes... Se llamaba Vivien Leigh... Seguro que la oíste nombrar. Fue la que hizo Lo que el viento se llevó con Clark Gable…


FAMILIAS, VIOLENCIAS, INJUSTICIAS

El asunto venía jodido. El gobierno ya debía cuatro meses de sueldo a los administrativos, y hasta había amenazas de despido. El viejo nunca creyó que le fuera a tocar a él. Después de todo, en casa somos todos peronistas y venimos votando al gobernador desde siempre.
-Yo nunca me meto en quilombos, vieja –le decía siempre el viejo a mi mamá- Si acá llegan a echar a alguno será a los que joden; a los zurdos, como el loco Requejo. ¿Pero a mí qué me van a hacer? La gente del Gallego no se va a jugar a perder votos rajando a los que están del lado de ellos.
El viejo siempre fue un tipo tranquilo. Nunca tuvo problemas con la cana, y tampoco se metía mucho en política. Para él, ser peronista quería decir tener en el corazón a Perón y a Evita, votar siempre por el partido, apoyar los paros contra los gobiernos de la contra y estar en los actos por el diecisiete de octubre... Bueno, ya hacía un par de años que no había grandes actos, pero igual...
Requejo también decía que era peronista, pero era un tipo muy quilombero y por eso le habían hecho fama de comunista. Dicen que en la época de la guerrilla estuvo metido con los montos, pero nunca se supo si era verdad. No era delegado, ni sindicalista; ni nada de eso... Pero siempre decía que había que combatir a los oligarcas como hacían Evita y el Ché. No votaba en las internas del gremio porque decía que los dirigentes eran todos burócratas que estaban a espaldas del pueblo... En fin, cada loco con su tema...
Para hoy se había organizado un paro con movilización, para reclamar por los sueldos atrasados y por los compañeros con amenaza de despido. Mi vieja estaba re-asustada, y se cansó de hacerle recomendaciones al viejo.
-Cuídate, Pascual. Dicen que el gobernador va a sacar la policía a la calle... La verdad, yo me quedaría más tranquila si te quedas en casa.
El viejo se rió, muy despacito. Después la abrazó, tratando de hacer que se quedara tranquila.
-Pero vieja, ¿vos te crees que la policía va a salir a la calle para meter preso a Pascual Zamora? ¿Sabes quiénes deben estar entre los milicos? Diego, el hijo de los Funes; Mariano, el marido de mi prima Pochi... Acá todo el mundo conoce a todo el mundo. Acá todos saben que en casa somos todos del Gallego –le dijo, mientras señalaba el afiche del gobernador que tenemos en la pared de la cocina, al lado de los cuadritos de Perón y Evita- Si se arma podrida, va a ser por los zurdos. Los tarados como Requejo son los que se tienen que cuidar. Vos quédate tranquila, que si hay bronca yo me abro.
Pero la vieja no podía quedarse tranquila. En todas partes se corría la bola de que la gente estaba muy caliente, y que la marcha iba a terminar mal. No había salido el viejo de casa cuando la vieja ya le estaba rezando a la Virgencita.
La vieja nos sirvió el mate cocido a la Jimena y a mí. A las ocho y media me fui para el taller. El viejo Marino me estaba esperando. Yo ya me la veía venir. El forro estaba decidido a romperme las bolas con el asunto de la marcha.
-¿Y Gera, qué me contás? ¿Así que el Gallego los volvió a joder a los compañeros?
Marino es radical, y aprovecha cada vez que puede para gastarme con las cagadas que se manda el gobernador. Como él es el patrón, yo tengo que hacerme el boludo y bancarme todo... Claro que a veces me doy el gusto de gozarlo un poquito cuando se le descubre algún chanchullo a un radicheta... Por ejemplo, lo del enriquecimiento ilícito del concejal Fontanal... Pero hoy no le di bola y me metí de lleno en la única reparación que teníamos que hacer... Siempre hay poco laburo...
A eso de las once y media, cayó un vecino de Marino. Estaba bastante nervioso.
-¿No se enteraron del quilombo enfrente de la casa de gobierno? ¡Parece que hubo un montón de heridos!
Creo que me puse pálido. Marino se debe haber dado cuenta, porque me preguntó si mi viejo había ido a la marcha. Le dije que sí.
-Si querés anda para tu casa, Gerardo. A lo mejor tu vieja te está necesitando.
-No, don José, gracias. No creo que a mi viejo le haya pasado nada...
-Anda pibe, hacéme caso...
La verdad es que yo no tenía miedo por mi viejo, en serio. Me lo imaginaba al loco Requejo tirándole con lo que venga a la cana... ¿Pero mi viejo?... Igual le hice caso a Marino y salí del taller.
En la calle la gente no hablaba de otra cosa. Que si habían roto un montón de vidrios. Que si quemaron los afiches de la campaña del Gallego. Que si hubo más de cincuenta detenidos...
Mi vieja estaba sentada en la cocina, mirando la televisión, llorando. El noticiero local estaba pasando una edición especial. Ahí estaba el César Herrero, hablando al pedo, como siempre.
-Lo que comenzó siendo una legítima protesta de los trabajadores terminó convirtiéndose en una verdadera batalla campal a causa de los desmanes provocados por activistas que nada tienen que ver con los intereses de los trabajadores. ¡En instantes, imágenes exclusivas de los disturbios frente a la casa de gobierno! ¡Tele-Norte al instante!
-¡Ay Gerardo, tengo miedo! –me dijo mi vieja, mientras se secaba las lágrimas- Tengo miedo que...
-¡Pero ni lo pensés, vieja! El viejo ya debe estar viniendo para acá. ¡El quilombo lo deben haber empezado los zurdos!... ¿Qué sé yo? ¡El loco Requejo!...
En ese momento empezaron a mostrar imágenes por la tele. Era un desastre... Un par de locos con pañuelos en la cara tirando bombas de humo. Los milicos tiraban bastonazos para todos lados. Por ahí, algunos empezaron a los tiros. Quise creer que eran balas de goma. Una mujer se acercaba al micrófono del periodista, gritando como una loca mientras se señalaba la frente que le sangraba.
-¡Esta es la democracia del señor Fernández! ¡Esta es la democracia que nos mata de hambre y nos reprime!
-¡Seguro que ella se lo buscó, vieja! ¡Si se la bancan para armar quilombo, también se la tienen que bancar para recibir los palazos!
¡Pobre vieja! ¡Yo ya no sabía qué decirle! En eso apareció un primer plano del loco Requejo, puteando a los canas... Pero eso no era todo...
-Ché, Gerardo... ¿Ese policía no es el marido de la prima de tu padre? –me preguntó la vieja, espantada.
Y tenía razón, nomás. Era el Mariano. Él y otro milico se la habían agarrado con Requejo, y lo estaban reventando a bastonazos. El pobre loco perdió el equilibrio, entre tanto golpe, y se cayó. ¡Los hijos de puta le seguían pegando en el suelo! Después el Mariano lo agarró de los pelos, y justo ahí se cortó la imagen. Enseguida apareció de nuevo el pelotudo de Herrero.
-Más allá de algunos lamentables excesos cometidos por la policía, poca duda nos cabe de la responsabilidad de sectores políticos de izquierda en los disturbios que estamos contemplando con mucho dolor... ¡EN INSTANTES, DECLARACIONES EXCLUSIVAS DEL GOBERNADOR MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ! ¡TELE-NORTE AL INSTANTE!
La vieja y yo nos miramos, sin saber qué decir. Ella se arrimó a la imagen de la Virgencita, rogándole que al viejo no le hubiera pasado nada. Yo, que no soy de rezar mucho, la acompañé en la oración. Estábamos en eso cuando oímos que estaban abriendo la puerta de calle.
-¿Viste, vieja? Si yo te dije que al viejo no le iba a pasar nada. Acá lo tenés, sin un solo moretón.
La vieja se hizo la señal de la cruz un par de veces. El viejo, sin hablar, entró y se sentó en la mesita del living... Yo nunca le había visto esa expresión tan... tan rara, tan dura. La vieja se le fue acercando, despacito.
-Pascual, viejo... ¿Cómo te fue? ¿Qué pasó?
-¡Cómo si fuéramos delincuentes!... ¡Hijos de mil puta!... ¡Cómo si fuéramos delincuentes!
Hablaba sin mirarnos, como si estuviera él solo en esa pieza, o como si estuviera en otro mundo.
-Les dieron sin asco los milicos, ¿no? –le pregunté, como si no supiera lo que había pasado.
-¡¿Y acaso no lo viste por la televisión, pelotudo?!
Ahí me asusté un poco. El viejo no era de insultarme fuerte, salvo cuando estábamos en tren de joda. Pero ahora estaba muy distinto; parecía otro.
-¡Pero Pascual, no te la agarres con Gerardito! ¡Los dos estábamos tan preocupados!
-¡Ay, míralo a Gerardito! ¡Pobrecito el mariconcito! –dijo el viejo, imitándola un poco a mi vieja- ¡Estoy en mi casa, carajo! ¡Y en mi casa yo me la agarro con el que yo quiera, qué joder!
Le hice señas a la vieja para que se quedara piola. Dejamos solo al viejo y apagamos el televisor. La vieja se fue para el patiecito. Yo me metí en mi pieza. Sería cerca de la una menos cuarto.
A eso de la una y diez escuché, desde mi cama, al viejo, que gritaba.
-¡¿Qué pasa?! ¡¿Hoy no se come en esta casa?! ¡¿Primero vienen los milicos a querer pegarme como si fuera un chorro y ahora mi mujer me quiere matar de hambre?!
La vieja no se había movido del patio. Yo me hice el boludo y no salí de la pieza. Pero en ese momento oí que entraba la Jimena. No entendí muy bien lo que le dijo al viejo, pero a él si lo escuché bien clarito...
-¡¿Y a mí que carajo me importa si los cagan a palos a los zurdos?! ¡¿Qué mierda tengo que ver yo con esos tipos?! ¡Yo no soy un subversivo; soy un laburante!
Salí corriendo de mi pieza. No la quería dejar a la Jimena, sola con el viejo, y con esa locura que le había agarrado. Cuando llegué al living, vi que la vieja estaba con ellos, tratando de disimular que lloraba.
-¿Se puede saber qué les pasa a ustedes tres? –nos dijo el viejo, como queriendo provocarnos- Me miran como si yo estuviera loco. ¡Yo no soy el loco, carajo! ¡Los milicos son los que están locos! ¡Y ese hijo de puta tiene la culpa de todo! –nos gritó, señalando la foto del Gallego Fernández que tenemos colgada en la pared- ¡Vos tenés la culpa, concha de tu madre! –volvió a gritar, mientras le tiraba al cuadrito con un vaso que estaba en la mesa.
-Viejo, tené cuidado –le dijo la vieja, hablando ella misma con mucho cuidado- Mira que le podes pegar a los retratos del General y de Evita...
-Me cago en esos cuadritos de mierda! ¡Si este Gallego hijo de puta nos sigue haciendo cagar de hambre, dentro de poco nos vamos a tener que comer los cuadritos!
-¡Pero Pascual! –insistía mi vieja- ¡Son Perón y Evita!
-¡¿Pero qué te pasa a vos, pedazo de pelotuda?! ¡¿Ahora te preocupas más por dos muertos que por tu marido?!
¡Cómo estaría de sacado mi viejo! ¡Justamente él, venir a hablar así de Perón y Evita!... Jimena, que también estaba tratando de disimular las lágrimas, como podía, le puso las manos en el hombro al viejo.
-Papá, nosotros entendemos lo que te pasa –le habló, como sabe hablar la Jime cuando se pone afectuosa- Pero cálmate, por favor... No nos gusta verte así, tan... tan distinto...
-¡¿Así que a ustedes no les gusta verme así?! –le gritó el viejo, mientras se sacaba las manos de Jimena del hombro- ¡¿Les importa más lo que les pasa a ustedes que lo que me pasa a mí?! ¡Egoístas de mierda!... ¡Qué familia de mierda que tengo!
-¡No viejo, no es así! –dijo mi vieja- ¡Nos preocupamos por vos, y por lo que te está pasando!
-¡Eso! ¡Nosotros te entendemos, viejo! –me metí yo, para ayudarla a mi vieja- ¡Pero, por favor, no te la agarres con nosotros! ¡La culpa es del Gallego Fernández! ¡¿Por qué no te la agarraste con la cana, mejor?!
¿Para qué lo habré dicho? El viejo me miró con odio. Después, me agarró con las dos manos del cuello de la remera.
-¡¿Vos que querés decir?! ¡¿Qué yo les tuve miedo a los milicos?! ¡¿Vos me estás llamando cagón a mí?!
-¡No viejo; Gerardo no quiso decirte eso! –trató de defenderme mi vieja.
-¡Vos también ya me tenés las pelotas por el piso! –le gritó el viejo, mientras me soltaba- ¡Vos sos la que le llena la cabeza a este pendejo para ponerlo en contra mía!
El viejo ya había entrado en el delirio.
-Pero Pascual... –insistió mi vieja.
-¡Anda a la puta madre que te parió! –le gritó mi viejo, mientras le pegaba una cachetada.
Ya era demasiado... El viejo ni siquiera nos pegaba mucho a la Jimena y a mí cuando éramos chicos... Ahora yo también me puse loco. Agarré una botella que había sobre la mesa del living y la golpeé contra la misma mesa, partiéndola al medio.
-¡Pedíle perdón a la vieja o te desfiguro la cara, mierda! –le grité a mi viejo, mientras le apuntaba con la botella rota.
Él me miró, con una sonrisita que voy a odiar toda mi vida.
-¡No te vas a animar! ¡Te faltan huevos! ¡Tu vieja te crió como un mariquita!
-¡¿Querés hacer la prueba, la concha de tu hermana?! –insistí, mientras le acercaba la botella a la garganta.
Al escuchar que yo lo insultaba, el viejo volvió a mirarme con odio. Después levantó los brazos y extendió las manos, como diciendo que no quería más historia. Dejé de amenazarlo con la botella. La vieja y la Jimena lloraban abrazadas, pero no le sacaban los ojos de encima. El viejo se acercó a la puerta de calle. Me miró de arriba a bajo, como despreciándome. Abrió la puerta y se fue, cerrándola con fuerza.
-Gerardito, no lo tendrías que haber insultado así –me dijo la vieja.
-Fue más fuerte que yo, vieja. Te lo juro...
-¡Por favor! ¡Anda a buscarlo! –ahora era ella la que se había enojado conmigo- ¡Pedíle perdón, ¿querés?!
¡Pobre vieja!... ¡Debe quererlo mucho al viejo para bancarse todo esto!
-Está bien, yo salgo. Pero escúchame bien. ¡Yo no le voy a pedir perdón hasta que él no te lo pida a vos... y a la Jime también!
Las dejé a las dos, juntando los vidrios del vaso y la botella que se habían roto...
Ya estoy en la calle, mirando para todos lados. La gente no habla de otra cosa. Todo el mundo putea contra el Gallego, aunque cuando llegue el momento lo van a volver a votar. En una de esas, nosotros mismos... ¿Qué sé yo?... Ni rastro del viejo. Se me ocurre que debe haber ido al bar de don Echagüe. Mientras me mando para allá, lo veo al loco Requejo que viene caminando, muy despacio, con la mujer. Me imagino que algún abogado amigo, de esos que él tiene, lo debe haber sacado de la cana... Tiene moretones por todos lados. Viene arrastrando la pierna derecha, mientras se queja y putea. La mujer trata de darle ánimo y lo besa. Él también la besa, y empieza a llorar. Es un llanto de bronca, un llanto bien de hombre. Llora un montón, pero no se cansa de decirle a la mujer que la quiere mucho... El loco Requejo...