lunes, 26 de enero de 2009

FUNERAL



A primera hora de la mañana habían llevado el cuerpo desde la morgue a la casa de velatorios. La misma de siempre, la de la familia. En el centro del pueblo frente a la Iglesia: El Ayuntamiento y la salvación eterna juntas a pocos metros una de otra. Ni siquiera se tenían que tomar la molestia de pensar cuál de las tres opciones era la adecuada.
Los empleados colocaron el cajón sobre los soportes y encendieron la lámpara eléctrica que simulaba una inagotable llama. Una luz para un ciego. La mujer que casi rozaba los cincuenta preparó las tazas de café y jarras de jugo en la recepción. Los dos juntos se fueron con el administrador a terminar de arreglar los papeles y el dinero.
Marta sollozaba. Secaba sus lágrimas con pañuelos descartables, las pocas que le quedaban en los ojos hinchados. Jorge firmaba y la miraba de reojo. Esta mañana culminaban cuatro días agotadores. El ataque, terapia, tubos, reanimación. Cuatro días poco dormidos. Asustados. Deglutiendo la idea de la muerte.
Mamá siempre había hablado sin tapujos de la muerte desde que tengo conciencia. Pero no me hago a la idea, no puedo creer que hoy entre papeles y gente que ni tengo ganas de ver se encuentre ella, ahí dormida. Que no la voy a ver más, que la cocina no tendrá ese olor a detergente de limón.
Marta tenemos que hablar, mañana tenemos que decidir que pasa con la casa, le dije cuando salimos de la oficina. ¿Te parece?, no podes esperar por lo menos dos días. Tienes que hablar de esto ahora. Siempre igual, todo ahora, sin el menor sentido del tacto, me respondió mientras su cara se arrugaba.
Si no puedo aguantar, quiero las cosas ahora y las quiero ya. Eso no me va a devolver a la vieja, ella ya está ahí durmiendo. En qué va a cambiar hablar de eso mañana o dentro de dos o mil quinientos días. El melodrama ya me parece exagerado. Se veía venir, a qué viene esa escenita. Esta siempre igual, con los pañuelitos en la cartera. O que se cree que yo no siento, que a mi no me duele, a mi también me duele.
Comenzó a llegar gente a la funeraria, los primeros los vecinos y luego los parientes. El hijo mayor de Marta se había encargado de llamar uno por uno de la agenda de la abuela. Otros le habían prometido que se ocupaban de avisarles a algún conocido que seguro él por su edad no se acordaría.
Horas y horas de saludos, de besos, de condolencias. Llantos y cafés. Donde la paz de una es la fragilidad de otros. Donde comienza y acaba algo. Ser o estar, y parecer.
Marta oía los comentarios en la recepción con una vaso de jugo en la mano y un cigarrillo en la otra. Ausente, y con una mueca agradeciendo las condolencias a quien se acercaba a darle un abrazo.
Pasaron la noche en la pequeña habitación contigua hasta que llegó el cura. Todo el protocolo, y luego sellaron el cajón. Sólo Jorge y Marta agarrados del brazo miraban como el punto y final de la historia se escurría frente a sus ojos. En sus miradas estaban las conversaciones pendientes de debían terminar. Definir el futuro, otro futuro sin olor a limón.

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